Siempre van solos, los bichos descubren la sensibilidad de unas vidas
frágiles y efímeras de seres pequeños y al margen. Las palabras y las
fotografías flotan en sus páginas como piezas de un puzle mágico que
cada persona siente y configura a su manera para completar la historia.
Esas existencias diminutas se entreIazan en la sierra, en un antiguo
poblado que un día enmudeció y al que la vida quiere regresar.
A mediados de los años 60, el poblado minero de El Centenillo, en
Sierra Morena, cerró sus minas. Hasta entonces, centenares de hombres
entraban cada mañana en las entrañas de la tierra para sacar pelotas de
plomo y plata; algunos murieron allí abajo.
Pero en un pueblo con cine y baile y una amenaza de muerte, cada día
de vida era un día de alegría.
En 1965 más de dos mil personas -los mineros, sus familias y
quienes daban servicio al pueblo – tuvieron que abandonar sus hogares
precipitadamente y dejar atrás su vida.
Durante años todo quedó suspendido. Con el tiempo, algunos de quienes habían vivido o soñado allí regresaron.
Ya no eran mineros, sino jubilados, nostálgicos, solitarios, como Vicente, el hombre
que habla a los animales y, tras años de soledad y abandono social, es ya
como un insecto laborioso que vive en una cabaña y cultiva su huerto,
igual que el escarabajo pelotero que mete su bola de sustento en la cueva.
Por su soledad ruidosa merodean los rabilargos, el aroma de las jaras,
los ruiseñores, los objetos abandonados en las casas, los recuerdos de una existencia ,las flores que corta con manos y embellecen su cabaña, y la damita que amaba a los insectos y
salió de un antiguo relato oriental para convertirse en alguien tal vez real.